El rompecabezas de la memoria fragmentada

Cartas desde la biblioteca

#22. El rompecabezas de la memoria fragmentada

 

 

Aquellos que trabajamos en el campo de la gestión del conocimiento y la memoria —bibliotecarios, archivistas, documentalistas, museólogos, o cualquiera de las restantes etiquetas que nos han asignado en las últimas décadas— tenemos varias suertes de chistes internos para definir lo que hacemos.

Uno de ellos señala que somos los que hablamos con los muertos: los que dialogamos con ellos y cuidamos de sus voces.

Más allá de lo lacónica —o tétrica— que pueda parecer semejante afirmación, lo cierto es que no está demasiado desencaminada, ni muy alejada de la realidad. Nuestros espacios, físicos o digitales, conservan el pasado. O, para ser más precisos, lo que los que nos precedieron nos legaron en relación con ese tiempo ido. Lo que dijeron, lo que pensaron, lo que vieron, lo que escucharon, lo que soñaron y odiaron. Las voces de los muertos.

[Y si, según dicen, una de las pocas maneras de sobrevivir al paso del tiempo y a la muerte es el recuerdo que quede de nosotros, los gestores de conocimiento y memoria somos una suerte de "puerta a la inmortalidad". Lo cual es otro chiste que usamos para definir lo que hacemos. Un poco grandilocuente, cierto, pero chiste al fin].

Conservar toda esa memoria de lo que fue, toda esa herencia gigantesca y variopinta, no siempre es fácil. Basándome en mi experiencia propia, me animaría a decir que nunca lo es. Básicamente porque tal acervo jamás llega entero a nuestras manos. Suele hacerlo de manera fragmentada, perforado por todas partes, masticado por los colmillos de un Olvido que nunca perdona nada. Unos retazos por aquí, otros por allá: jirones de lo que alguna vez fue una historia completa, pavesas de fuegos que se apagaron hace rato.

El gran problema es que los únicos intérpretes posibles de esos restos, los que les podrían dar sentido a esos pedazos deslavazados, ya no están con nosotros. O ya no pueden o no quieren recordar.

Y uno se encuentra delante de mil, dos mil, cinco mil piezas de un enorme rompecabezas, sin tener la más remota idea de cómo debería o podría ser la imagen original que debe construir con tales teselas. Con escasas excepciones, uno no siempre sabe por dónde comenzar a ovillar esa madeja tan enmarañada, tan llena de vacíos y discontinuidades, que es la memoria. Uno adivina las mil historias encapsuladas allí, entre esos papeles, esas fotos, esos discos y dibujos. Reconstruirlas es otro cantar. Uno bien diferente.

Para más inri, uno sabe que ese rompecabezas particular se conecta con muchos otros igualmente incompletos, igual de fragmentados. Y sospecha los vínculos, y alucina con las implicaciones de determinadas relaciones invisibles e intangibles, y fantasea con las mil y unas posibilidades que se desprenden de todas esas posibles interacciones. Pero no las ve.

Es frustrante. Es desesperante. Y es apasionante. Paso a paso, papel a papel, diapositiva a diapositiva, uno comienza a dejar que suenen las voces de esos "muertos". Leyendo las anotaciones en los márgenes de los cuadernos, juntando pedacitos de dibujos, revisando coincidencias en las fechas de las cartas o en los paisajes que aparecen de fondo en las fotografías, las piezas comienzan a conectarse. Lentamente.

Las teselas van encajando. Y la historia comienza a aparecer. No siempre, por cierto: hay pasados irrecuperables. Pero, la mayoría de las veces, el milagro ocurre.

También ocurre que uno arma toda la estructura pero falta una pieza: la que los antiguos albañiles llamaban "la clave del arco", esa dovela de piedra que iba en el centro de la bóveda y que, con su sola presencia en forma de cuña, mantenía el conjunto unido. Una pieza que daba sentido y coherencia a todo lo demás.

Cuando, allá por 2018, me enfrenté a la historia de la Fundación Charles Darwin durante su primera década de existencia —la de los 60 del siglo pasado— me encontré delante de un puzzle a cuya caja le faltaban la mitad de las piezas. Un suplicio infernal para cualquier bibliotecario que se precie. Estoy hablando de trabajar con restos documentales de una época en la cual no existía ni un mínimo atisbo de "política de archivo histórico" en la FCD. Poco se guardaba en la institución: si algo quedaba, sobrevivía en los fondos personales y en la tradición oral de los distintos trabajadores que pasaron por la Estación Darwin.

Poco a poco, y con una paciencia de la que nunca me hubiera creído capaz, fui rescatando los retazos que necesitaba para reconstruir lo vivido durante aquellos días de antaño. Fui preguntando aquí, pidiendo allá, y apelando insistentemente a la fugitiva memoria de los pocos sobrevivientes de esa época fundacional.

Poco a poco, digo, fui reconstruyendo ese escenario inicial. Pero me faltaba un fragmento. Uno tan pequeño como esencial.

Y me faltó hasta hace un par de meses, cuando se me ocurrió abrir una de las muchísimas cajas cerradas y no-revisadas que conservamos en el Archivo de la FCD. Juro por todos mis ancestros que fue pura casualidad: era una caja sin etiquetas, sin identificación, como tantas otras. Allí adentro encontré el archivo fotográfico de Raymond Lévêque, el primer director de la Estación Darwin. El que comenzó a construirla.

Fue esa pieza la que me ayudó a ajustar el rompecabezas, a dialogar con todos esos personajes —colonos ecuatorianos, científicos gringos, visitantes de otros horizontes— y a tratar de entender qué fue lo que pasó, y cómo, y por qué. Y, sobre todo, para qué.

Ahora me queda por delante la reconstrucción de otras cinco décadas de historia institucional y de memoria social de las Galápagos. Decenas y decenas de miles de documentos —no exagero, es literal— que esperan a ser ensamblados trabajosamente para contar los eventos del pasado y, con ello, ayudarnos a entender por qué estamos en donde estamos y hacia dónde deberíamos dirigir nuestros pasos.

Ya lo sé: será frustrante. Y desesperante. Pero, sobre todo, será apasionante. Rebuscar esa hebra que falta, encontrar por sorpresa el fragmento que soluciona tal enigma, enterarse de los intríngulis de una investigación o de las luchas intestinas por el poder, saber de los placeres y los pesares... Hablar con esos "muertos" que, si uno lo piensa bien, no lo están tanto. Hacer perdurar sus trabajos y sus luchas.

Será toda una tarea. Inevitable y necesaria. Porque, parafraseando a Mario Benedetti, los que trabajamos en estos quehaceres "no podemos ni queremos / dejar que la memoria se haga cenizas".

[La fotografía, del fondo fotográfico de Raymond Lévêque, muestra los trabajos de construcción en la Estación Científica Charles Darwin el 18 de marzo de 1961].


  Categorías temáticas: Historia de Galápagos | Historia de la FCD
  Palabras-clave: Fotografías | Memoria
  Marco temporal: 1961


 

Texto e imagen: (edgardo.civallero@fcdarwin.org.ec)
Fecha de publicación: 1 de enero de 2023
Última revisión: 1 de enero de 2023